Y de repente el mundo pasó de ir como un Ferrari a doscientos
por hora, a tomarse un tiempo de descanso. De la noche a la mañana nos vimos
sumergidos en una burbuja con forma de pandemia mundial, que nos sonaba igual
que su punto de partida, a chino. El planeta nos dio un aviso, necesitaba
descansar. El consumismo estaba dejando de lado otros factores, que, si no
llega a ser por este parón, no nos hubiésemos sentado a reflexionar. La forma de
vivir en el siglo XXI es tan avanzada como egoísta. Ni siquiera nos habíamos
parado a pensar lo vulnerable que es el ser humano y la similitud entre todos
nosotros. Una simple bacteria no conoce de razas, ni de sexo, ni de religión,
incluso ni de colores políticos.

El miedo se apoderó de nosotros cuando, por primera vez, la
economía mundial se paró para priorizar una crisis sanitaria. Nos entró pánico
por el simple hecho de no bajar a la oficina, de quedarnos en casa. Tan fácil
como eso, quedarnos en casa. Disfrutar de lo que parecía secundario. El mundo
nos ha dado una oportunidad para reinventarnos. ¿Qué somos capaces de hacer
entre cuatro paredes durante dos meses y sin la compañía de tus amigos del
alma? Solo con los que en su día pasabas el 95% de tu vida, y hoy en día solo cuando
estás de paso. Como si la máquina del tiempo hubiese dado al “play” aterrizando
quince años atrás. Los besos de buenas noches, los juegos de ajedrez con tu
padre intercalándolos con el parchís al que se une tu madre, las cenas juntos
frente al telediario, que hacía años que no eran tan frecuentes, pues a esa
hora seguro que estabas de cerves con tus amigas. Los aplausos, el único
momento del día en el que tu vida caótica se volvía rutinaria por un momento. Y
entonces la sociedad se vuelve algo más empática, homenajea a los que están en
primera fila luchando contra el virus. Y es entonces cuando se manifiesta una
de las necesidades del ser humano, la comunicación. Se estrechan los lazos
entre vecinos de balcón a balcón, que hasta ahora no había sido más que un
simple hola cuando bajaste a tirar la basura. Esa necesidad de comunicarse se
refleja en las videollamadas continuas incluso con familiares y amigos que
habéis necesitado una pandemia para que se haga realidad. Qué triste pero que
bonito a la vez. Y cuando todo esto va viendo la luz al final del túnel, la
nostalgia se apodera de ti, y aunque nunca lo hubieses imaginado, te da pena
dejar de jugar al ajedrez con tu padre, o aplaudir a las 8 de la tarde cantando
Resistiré. Somos seres creados para vivir en una rutina constante.
Y es en este punto cuando tu vida ha dado un vuelco para
siempre, cuando los hábitos no son los mismos que el pasado mes de febrero. La
libertad tiene horarios, y el amanecer a las 7 de la mañana por la playa es lo
más apreciable. ¿En qué otra vida esto hubiese sido así? El paseo por lugares
por donde no pasabas desde que eras niña te devuelven a la juventud, a ese olor
a mar y a verde, a valorar lo que un día diste por hecho. Es ahí cuando te das
cuenta de que la vida pasa casi más rápido que un tren de alta velocidad.
Estamos aquí de paso, por ello exprimirla al máximo y no dejar para mañana lo
que podemos hacer hoy es la mejor medicina, porque puede llegar una pandemia
mundial que te deje con las ganas.
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