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Cuba, el país de los contrastes y las sonrisas

 No me pregunten por qué, quizás ni me imaginaba cómo podría llegar a dibujarse, pero Cuba ha sido siempre un destino que ha captado mi atención. Un punto en el mapa a priori pequeño en comparación con grandes gigantes a su alrededor pero que da mucho que hablar. El acento cubano, el ron, los puros, la salsa, pero, ¿qué esconde verdaderamente este rincón caribeño con
10,6 millones de habitantes?

De los momentos de estrés, agobio y resignación salió esta aventura al otro lado del charco unos meses atrás. Quería un lugar lejos de mi querida pero también muy pateada Europa donde desconectar y explorar hasta tener ganas de volver a casa.

Rumbo a La Habana mientras devoraba el libro que me dejó mi madre sobre las aventuras de un corresponsal español en la capital cubana (llegué allí con la lección estudiada), tenía ilusión por un viaje tan largo pero también incertidumbre por ver qué me iba a encontrar al bajar de ese avión. ¿Sería cómo me lo imaginaba? ¿Todo lo que se decía sobre la vida allí resultaría cierto? Veremos.

La primera impresión pasando todos los controles de turno es la de retroceder en el tiempo y remontarte a la España de hace 50 años. Los uniformes, las mesillas de madera donde te esperaban para enseñar los pasaportes, las cabinas rojas para identificarte, las infraestructuras en general.

Cruzando la puerta de salida del aeropuerto ya me di cuenta de una cosa. Allí había un claro protagonista, y no era Fidel Castro, que te acompaña vayas donde vayas en cualquier momento y día del año. Ese era la humedad. Estaba nublado, no se apreciaban temperaturas muy altas como puedes encontrarte en Madrid a estas alturas de la película pero daba igual, se te pegaba todo. Después de esperar más de media hora a los últimos pasajeros con los que compartiríamos autobús para ir al hotel comenzó la aventura.

En el simple trayecto que nos trasladaba desde el sur de La Habana hasta el hotel, en el límite entre La Habana Vieja y lo que para los cubanos es el centro de la ciudad, El Vedado, ya descubres (sin profundizar en exceso) lo que es Cuba. El verde que baña el paisaje y ambos lados de las poco asfaltadas carreteras se mezcla con la vida incansable en la calle y el autostop. Una vida pobre, escasa pero sencilla y en la que se necesita poco para sonreír. Según pasan los minutos cada detalle es remarcable. Los edificios a medio construir, los coches coloridos que aquí serían una reliquia pero que allí son los Audi y Mercedes de turno, la mezcla de gente y de razas donde la empatía y el compañerismo deslumbra.

Llegados al hotel descubres en medio de la vorágine un gran edificio que por un momento te devuelve a nuestros entornos habituales. En la puerta, primer cubano de muchos que se nos acerca. Nos ofrece unos cuantos puros y, por supuesto, cambio. A 200 pesos cubanos frente a los 130 de las casas de cambio oficiales. No está mal pensamos. Error de principiantes hasta que nos dimos cuenta que en la calle lo cambian a 220-230. Y por si fuera poco nos adentró en un paladar (uno de esos restaurantes típicos con comida cubana de máxima calidad) en el que pague ni más ni menos que 20 euros por 2 pechugas de pollo. Primer choque de contrastes en la isla.

Tras un buen jet lag que nos despertó a las 6 de la mañana era hora de conocer la Cuba verdadera, La Habana Vieja.

Recorrimos todo lo que sería el casco antiguo junto a un guía que más bien parecía un paisano que estaba allí de paso llevándonos de aquí pa’lla sin rumbo fijo e impulsado por la improvisación. La calle Amargura, la calle Obispo, la plaza de la Catedral, la Plaza Vieja o la Bodeguita de en Medio. Cubanos haciendo la cola o bien con su cartilla de racionamiento para recoger su parte mensual o bien en los cajeros para recibir el salario. Puestos de frutas y otras variedades de alimentos (de lo que hay, más bien poco) en plena calle y gente, mucha gente en cualquier rincón de la Habana Vieja. Los edificios que parecían caerse muchos de ellos contrastaban con sus colores llamativos y con ropa tendida en sus “balcones”. Todo parece una realidad paralela a lo que estamos acostumbrados y por mucho que se cuente, solo se entiende al verlo en primera persona.

Con la caída del sol, y el mejor momento para disfrutar de un buen paseo sin morir en el intento, retomamos nuestro camino por la Habana Vieja pero esta vez en solitario y con una parada principal, el Capitolio Nacional de Cuba. Un edificio que nada tiene que ver con sus compañeros de alrededor. Imponente, elegante, nuevo y como dato curioso, estratégicamente más alto que el de Washington. Continuamos perdiéndonos por las peculiares calles de esta zona antigua para acabar con un paseo por el Malecón y una cena en un restaurante típico de La Habana, Los Nardos. Comida variada, mucha mucha cantidad y con buen precio frente al saqueo de la noche anterior.

El turno del Vedado y la Habana más nueva llegó al día siguiente. En la otra dirección del Malecón y sin rumbo fijo conocimos La Habana de calles más amplias y con un paisaje algo más parecido a una capital. Como bien dicen todos los cubanos, hay 3 cosas buenas en el país: la seguridad, la educación y la sanidad. Así conocimos el hospital más importante, la Universidad y hasta acabar en el conocido hotel Nacional.  Bien es cierto que aunque parece una zona más urbanita que La Habana Vieja, la esencia sigue siendo la misma. En la entrada del mismo hotel hicimos uno de los planes que no pueden faltar en este viaje, un tour en uno de los coloridos coches antiguos. Un recorrido entre El Vedado, Miramar (la zona más rica), el Parque Almenares y de vuelta por El Malecón. Ahí además de descubrir una Cuba diferente y apoderada, aprendimos que el tocororo es el pájaro nacional porque tiene los colores de la bandera, la palmera el árbol nacional y el danzón el baile típico cubano. También corroboramos que el beisbol es el deporte por excelencia del país aunque el fútbol venga pisando fuerte entre las nuevas generaciones.

Dejamos La Habana a un lado para poner rumbo a Varadero. Un paisaje totalmente distinto, paradisiaco, de calma y relajación. Antes de llegar a nuestro destino hicimos una breve parada en el puente de Bacunayagua, un auténtico tesoro natural rodeado de bosque y vegetación mires a donde mires. Con este parón sí que ya pusimos pie en Varadero.


4 días de disfrutar del característico y mágico azul del Caribe (aunque esta zona no está en el propio Caribe al estar al norte de la isla) y de su arena blanca y fina. Nada más. Descubrimos las conocidas tormentas tropicales que tanto caracterizan las tardes durante esta época del año en la zona. Y como la experiencia hay que exprimirla al máximo, podemos decir que visitamos un centro médico cubano. 


Un país único, de contrastes e ingenuos, de luces y sombras pero que enriquece y al que, al menos una vez en la vida, deberíamos ir.

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